FRAGMENTO
DE LA DESHEREDADA, BENITO PÉREZ
GALDÓS.
El patio es estrecho. Se
codean demasiado los enfermos, simulando a veces la existencia de un bendito
sentimiento que rarísima vez habita en los manicomios: la amistad. Aquello
parece a veces una Bolsa de contratación de manías. Hay demanda y oferta de
desatinos. Se miran sin verse. Cada cual está bastante ocupado consigo mismo
para cuidarse de los demás. El egoísmo ha llegado aquí a su grado máximo. Los
imbéciles yacen por el suelo. Parece que están pastando. Algunos exaltados
cantan en un rincón. Hay grupos que se forman y se deshacen, porque si no
amistad, hay allí misteriosas simpatías o antipatías que en un momento nacen o
mueren.
Dos
loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se pasean atentos como
polizontes que espían el crimen. Son los inquisidores del disparate. No hay
compasión en sus rostros, ni blandura en sus manos, ni caridad en sus almas. De
cuantos funcionarios ha podido inventar la tutela del Estado, ninguno es tan
antipático como el domador de locos. Carcelero-enfermero es una máquina
muscular que ha de constreñir en sus brazos de hierro al rebelde y al furioso;
tutea a los enfermos, los da de comer sin cariño, los acogota si es menester,
vive siempre prevenido contra los ataques, carga como costales a los imbéciles,
viste a los impedidos; sería un santo si no fuera un bruto. El día en que la
ley haga desaparecer al verdugo, será un día grande si al mismo tiempo la
caridad hace desaparecer al loquero.
FRAGMENTO LA REGENTA, CLARÍN.
La heroica ciudad dormía la
siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se
rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el
rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de
arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y
persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en
sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la
basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como
dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando
unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras
hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que
llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años,
en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal
ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla
podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la
campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa
Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno,
de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis,
aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un
instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de
esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel
índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se
quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis
que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual
grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como
fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso,
inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la
piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de
acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de
caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima
otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
FRAGMENTO
DE LOS PAZOS DE ULLOA, EMILIA PARDO
BAZÁN.
En el esconce de la cocina, una mesa de
roble denegrida por el uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de
vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su
morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos
empañados y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha el botín a un
lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un
mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan;
luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del vasar una sopera
magna. De nuevo la increpó airadamente el marqués.
-¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los
perros?
Como si también los perros comprendiesen
su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rincón más
oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban famélicos bostezos, meneando la
cola y levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había
aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el
grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirtió que lo
que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro años, cuyo
vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa, podía
desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes
parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad.
Primitivo
y la moza disponían en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado
de lo mejor y más grueso del pote; y el marqués -que vigilaba la operación-, no
dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de hierro las profundidades
del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue
distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de
interrogación y deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una
voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus
apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona. El chiquillo gateaba
por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el
primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando
los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada
por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano
para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó una feroz dentellada, que
por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse más que
de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en
servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes,
se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que
a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote
del mundo.
CUESTIONES
Indica las características del Realismo y del Naturalismo que aparecern en los siguientes textos.
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